Tres meses bajo la aureola de Nelson
Mandela constituyen un privilegio inolvidable, ahora que el mundo llora la
desaparición física del primer presidente negro de Sudáfrica.
Especialmente en julio último, cuando
Madiba cumplió 95 años el día 18, la intensidad de informaciones sobre la
trayectoria intachable del luchador antiapartheid junto a emotivos homenajes,
marcaron mi cobertura en Sudáfrica.
Aunque luego las noticias se dieron
de forma intermitente, conocer Pretoria, Johannesburgo y Sudáfrica en general
fue una suerte de clase magistral en torno a la mística y bondad del hombre que
pasó 27 años de prisión.
En el Museo del Apartheid de
Johannesburgo, próximo al emblemático barrio de Soweto, una parte del recinto
está dedicado a Mandela. Allí se puede ver una entrevista cuando andaba
clandestino a inicios de la década de 1960.
Hay espacio para todos en Sudáfrica,
somos un gran territorio en el que caben y pueden convivir negros, blancos,
mestizos y de todas las razas, anticipaba entonces su concepto de Nación
Arcoiris.
Tal vez por el símbolo y también en
virtud de su resistencia a las infrahumanas condiciones carcelarias durante
casi tres décadas, Tata, como también lo llamaban afectuosamente, despierta hoy
un sentimiento casi unánime de admiración y respeto universal.
Si no soy capaz de cambiar, no tengo
moral para exigirle a los demás que cambien para lograr un país mejor,
comentaba en una ocasión Mandela.
La gran cruzada de su vida fue
acabar con la discriminación racial y las asimetrías sociales de su Patria,
pero no logró completar sus sueños si bien abrió un camino predicando siempre
con el ejemplo.
Una visita a su muy austera casa de
Soweto lo coloca en un pedestal aun más elevado. Entre fotos y recuerdos,
muchos con su ex esposa Winnie, aparece el detalle de una imagen sonriente al
lado del líder de la
Revolución cubana Fidel Castro.
Sus 27 años de cárcel, 18 de ellos
en una estrecha celda de Robben Island, lo obligaron a cambiar los tiempos de
su vida.
Vibró de júbilo en las celebraciones
de los aniversarios 70, 80 y 90 y pese a los golpes de la vida, gozaba de
excelente humor y se mostraba como un fanático furibundo del baile, la música,
la poesía y los deportes.
En Pretoria aprendí a conocer de
primera mano que las manifestaciones de cariño y aprecio llegaban asimismo a
buena parte de las familias blancas de los afrikáners. "Hubiésemos querido
a un Mandela eterno", me confesó un hotelero.
Vi en televisión a la escultural
Charlize Theron (Oscar por Monster) derramar un par de lágrimas al hablar
emocionada de Madiba, para después reír recordando las bromas del mandatario de
1994 a
1999.
No soy un santo, pero amo demasiado
a mi pueblo como para defraudarlo, declaró en una ocasión.
Amo de su destino, capitán de su
alma.
Por. Fausto Triana