En la mañana del Viernes Santo, 18 de abril 2014,
México se estremeció por los anuncios de que en la noche sería cremado el
cuerpo de Gabriel García Márquez, Padre del realismo mágico, y por el sismo de
7.5 grados en la escala de Richter, acaecido al norte del país.
Días antes de morir, la última imagen de Gabo la vi
por Telesur cuando reportaba su salida del hospital donde estuvo
ingresado desde el 31 de marzo, estaba vestido con traje de color gris acero y
llevaba una rosa amarilla prendida en la chaqueta. Seguí los reportes
sobre su salud ¿cómo era posible que su viaje a la eternidad estuviera
próximo? Millones de personas en el mundo nos quedaríamos sin que él nos
escribiera.
Tuve la dicha de comprar uno de los 40 mil
ejemplares de Cien Años de Soledad, de la primera tirada realizada en Cuba por la Editora Huracán.
A propósito, recuerdo con agradecimientos las grandes obras de la literatura
universal editadas por Huracán, pese a que había que andar con mucho cuidado,
pues las hojas al voltearse se desprendían sin remedio, pero yo cuidaba tanto
del título del Gabo que ni una sola se despegó y a todas le puse mi nombre para
evitar el hurto. Y digo dicha porque pese a la enorme tirada, Cien Años de
Soledad se agotó en cuanto salió a la luz editorial.
Ocho veces, y mediante intervalos de uno o dos años,
yo releí la obra cumbre de García Márquez, porque en cada lectura descubría a
Macondo y a los Buendía con revelaciones originales, como si el autor hubiera
recién escrito el libro para provocarme nuevas sorpresas, descubrimientos y
alucinaciones. Cuando me disponía realizar la novena lectura, el texto había
desaparecido del librero y eso que en cada hoja puse mi nombre, convencida que
no se llevarían mi tesoro ¿qué ilusa?
Confieso que desde entonces sueño con conocer la
magia que en aquel Macondo enriqueció la imaginería al colombiano de la letra
universal, nacido el 6 de marzo de 1927, criado por los abuelos paternos en
Aracata. En algunas entrevistas, el Gabo, al referirse a su abuela, lo hizo con
devoción, y contó como ella le narraba historias cotidianas que, sin sospechar,
le fueron despertando la gran pasión que siempre acompañara su ejercicio en el
periodismo y en la literatura.
En una humilde casa de México, una familia pobre lo
albergó con la esposa e hijos y no le cobró arrendamiento. Dicen que allí
en ocasiones se sentaba descalzo ante la mesa a escribir Cien Años de Soledad,
y que poquito antes entregaba una rosa amarilla a Mercedes. Pasó el
tiempo, y al cumplir los 80 años de edad supo que más de 40 millones de este
título se habían vendido, traducidos a 36 idiomas. Un día le preguntaron cómo
se le ocurrió escribir tan maravilloso y contestó: “No se me ha ocurrido nada,
todo viene de la experiencia y la realidad”.
La única vez que estuve cerca de este Premio Nobel
de Literatura fue en el vestíbulo del Palacio de las Convenciones, durante un
Congreso de la Unión
de Periodistas de Cuba (Upec). Él se encontraba conversando con amigos y
periodistas, algunos que como Gabo fueron fundadores de la agencia de noticias
Prensa Latina, entre quienes se hallaban Juan Marrero, Joaquín Oramas, Gabriel
Molina y Marta Rojas.
Por entonces yo era muy tímida, y por eso no me le
acerqué para pedirle que me estampara su firma en la novela El amor en tiempos
del cólera. Además quería decirle que esta era, de sus títulos, la
de mi mayor disfrute. Hace poco conocí que públicamente, también él
la declaró su preferida.
En la década de 1980 con frecuencia visitaba la Isla y en ocasiones, casi
siempre los miércoles, disfrutaba almorzar arroz frito en La Habana Vieja con
algunos ex colegas de Prensa Latina. En una de estas reuniones,
coloqué en la guantera del Lada de mi esposo la novela El Amor en tiempos del
cólera, que conservo con la dedicatoria: Para Ángela y Juan, de su socio
fuerte, Gabriel. 86.
Este jueves 17 de abril
supuse a Gabriel García Márquez ascendiendo, escoltado por mariposas y rosas
amarillas, hasta situarse junto a Shakespeare y Cervantes en la memoria eterna
del universo de las letras.
Por. Ángela Oramas Camero
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